El minuto cero de un “mal bicho” que cambió nuestras vidas

Un enfermo de coronavirus, atendido en la UCI del Hospital Clínico de Valencia, el pasado 16
La crisis del coronavirus

Científicos, sanitarios, autoridades y familiares de víctimas relatan cómo vivieron las semanas de explosión de la bomba vírica llegada desde China

El 6 de enero, en su despacho de San Francisco, el epidemiólogo Jaime Sepúlveda leyó en The New York Times la noticia de una misteriosa enfermedad en China parecida a una neumonía. Sepúlveda, presidente del Consejo de Salud Global de la Universidad de California, pensó que se avecinaba “un mal bicho”. Desde ese día, reunió toda la información en un repositorio de artículos científicos que llegó a hacerse viral. Esa misma semana, recibió una grabación de Richard Feachem, eminencia mundial en enfermedades infecciosas: “Me decía que esto iba a ser una pandemia y que habría millones de muertes”. No hay que ser Casandra, dice al teléfono Sepúlveda. En 2015 ya escuchó en persona vaticinar a Bill Gates que la próxima catástrofe global sería una pandemia y que el mundo no se estaba preparando para ella. “En cuanto escuché la grabación de Feachem me dije: ‘Pues aquí está”.

En el otro extremo de Estados Unidos, en Nueva York, la bandeja de entrada del correo electrónico del virólogo colombiano Javier Jaimes empezó a registrar una actividad inusual con noticias de Wuhan. “Se decía que era un nuevo virus, que no era SARS [síndrome respiratorio agudo grave, en sus siglas en inglés] pero se parecía mucho. Algo nuevo y potencialmente peligroso”. Ese fin de semana no descansó. “Solo hubo correos; iban y venían tratando de entender qué tipo de virus era”. El sábado 11 de enero, China informó del primer fallecido. El lunes siguiente se reunió el departamento de Microbiología e Inmunología de la Universidad de Cornwell, en la que es investigador, para acordar dejarlo todo y volcarse en la covid-19.

Dos meses antes, el 30 de octubre de 2019, 160 soldados españoles habían aterrizado en Madrid procedentes de Wuhan, donde habían ganado la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos Militares. El 30 de diciembre, dos meses después, un oftalmólogo de Wuhan, Li Wenliang, alertó a varios colegas, mediante la aplicación de mensajería We Chat, de siete casos de SARS; los mensajes trascendieron y Wenliang, de 33 años, fue acusado por la policía de difundir “rumores”. El 31 de diciembre la Comisión Municipal de Salud de la ciudad china informó de 27 casos de neumomía de etiología desconocida en un foco detectado en el mercado de pescados, mariscos y animales vivos de la ciudad. Pocas horas después, el mundo empezó a celebrar la llegada de 2020, fiesta agitada por el inicio de los llamados felices años 20 en referencia a los felices 20 del siglo anterior, que acabaron en 1929 con un crack mundial, el desplome de la Bolsa de Nueva York. En esta ocasión, al mismo tiempo que el planeta llenaba de buenos deseos el nuevo año, se activaba una bomba de relojería que no detonaría al final de la década, sino en cuestión de semanas. Las que tardaron los soldados españoles, tras regresar exultantes de Wuhan con una medalla de bronce, en custodiar ataúdes y ofrecer acompañamiento a familiares de decenas de muertos en una morgue improvisada en el Palacio de Hielo de Madrid.
- Una cena familiar.

Esa Nochevieja de 2019, en un piso del barrio de Zarzquemada de Leganés (Madrid), cena un exmiembro de la seguridad personal de Franco, uno de los primeros policías en llegar al despacho de los abogados de Atocha para atender a los heridos del atentado ultraderechista y agente veterano amenazado por ETA. Se llama Bernardo Carabaño, es manchego, tiene 74 años y de niño ayudaba a su padre a labrar la tierra. Muchos años después consiguió sacar el graduado escolar, el mismo día que su hijo mediano, Iván, que hoy es médico. Esa noche, mientras una mínima parte de la comunidad científica recibía un reporte inquietante, Carabaño tomó las uvas con su mujer, dos de sus tres hijos y sus nietos. Al día siguiente, 1 de enero, madrugó para hacerle el desayuno a los niños.

Casi nadie miraba de reojo a Wuhan. El corresponsal de EL PAÍS Jaime Santirso, de guardia en Pekín, fue uno de los primeros españoles en enterarse de las neumonías atípicas al leerlo en un digital mediano, “ni siquiera un diario grande”, dice, a finales de diciembre. “Pensé: ‘Esto no va a tener mayor historia”. Dos semanas después, el Ministerio de Defensa español ya estaba agitado por la cercanía de las fechas en las que su delegación militar compitió allí en los Juegos. “Ver Wuhan en los titulares me sorprendió”, dice la ministra, Margarita Robles. “A causa de aquel desplazamiento habíamos estado viendo vídeos de Wuhan, así que lo comentamos. La clásica conversación de ‘qué suerte hemos tenido que no nos ha pillado allí”. Era algo muy lejano, incluso cuando el 31 de enero aterrizaron en Madrid 21 españoles que se habían quedado atrapados en la ciudad china, entre ellos Santirso. “Yo me fui el 22 de enero de Pekín a Wuhan porque ese día se anunciaba si se declaraba una emergencia internacional. En el aeropuerto de Pekín ya flipé: todos con mascarillas y en el avión solo 12 personas. Llegué, hice un par de entrevistas y me dormí. A la hora, anunciaron el cierre de la ciudad. Me desperté con mil llamadas perdidas pero ya no me daba tiempo a salir”.

Ese mismo día, Inmaculada Jiménez dio a luz en el Hospital General de Tomelloso (Ciudad Real). Al niño lo llamaron Tomás y su madre, alcaldesa del municipio, tenía por delante varios meses de baja. “Durante los últimos días de embarazo había escuchado en las noticias informaciones del coronavirus. Me parecía una película de terror que se rodaba en la otra punta del mundo”, dice. El 3 de abril, el diario El Español bautizó Tomelloso como “la Wuhan de La Mancha”.

Para entonces, el científico Javier Jaimes ya tenía el virus. Literalmente. Su departamento de la Universidad de Cornwell lo había pedido a un repositorio internacional de células y virus que existe en Estados Unidos, y lo encerraron en una unidad de aislamiento de bioseguridad. ¿Qué hay que hacer para ver el causante de la covid-19? “Nos rastrean nada más entrar en el edificio. Utilizamos unos equipos de protección que incluyen una cobertura externa resistente a fluidos, varias capas de guantes y un respirador para la cara de presión positiva: está conectado a una fuente que lanza el aire para que pase por un filtro que está en nuestra cabeza, y ese aire es limpio y sale a alta presión”. ¿Y el virus? “Solo sale de su frasco para trabajar con él dentro de la cabina. Si, por casualidad, alguien destapa un frasco fuera, hay que cerrar la unidad y entra un servicio de emergencia para descontaminar el área”.

- 31 de enero.

El 31 de enero, EL PAÍS abrió por tercera vez su portada con la covid-19: “La OMS declara la emergencia sanitaria ante la expansión del virus”. Es el mismo día en que se conocen dos casos aislados en Italia y que el epidemiólogo Fernando Simón, director de Emergencias Sanitarias, dice que en España no va a haber más allá de “algún caso diagnosticado”. Nadie lo ve venir a esas alturas. La cirujana Soledad Oliart, que un año antes colaboró como médico cooperante en Liberia, trabajaba en los quirófanos del Hospital Cruz Roja de Madrid. Seguía por los medios lo que estaba pasando en China debido al confinamiento y la persecución del oftalmólogo Li Wenliang, el médico que dio la voz de alerta el 30 de diciembre en Wuhan y fue castigado por ello. Le impactaba la historia de Wenliang, que había enfermado violentamente de coronavirus el 12 de enero. Se supo que había atendido cuatro días antes a un paciente con glaucoma que resultó ser un comerciante del mercado de animales vivos de Wuhan. Según la prensa china, ese comerciante tenía una altísima carga vírica. Wenliang fue uno de los primeros en denunciar la existencia del virus, fue reprobado, no se tomaron medidas, atendió a un paciente contagiado y se contagió él mismo. Wenliag murió el 7 de febrero a los 33 años. Miles de personas se concentraron en el hospital para hacer sonar silbatos. Oliart, impresionada por la historia, la comentó con sus colegas del hospital.

Al doctor Iván Carabaño, hijo de Bernardo Carabaño, le tenía fascinado otra historia de China: la construcción en seis días de un hospital. Un día de primeros de febrero, cuando el telediario dio la noticia de que el hospital abría sus puertas, Iván lo habló con su padre. Fue la primera conversación sobre coronavirus en casa. Jubilado de la policía, Carabaño vivía años pletóricos: madrugaba y a las 8.50 horas llevaba a sus nietos al colegio con su mujer, María del Carmen. Luego, dependiendo del día, se dedicaba a yoga, pintura, taller literario o teatro. Estaba metido en dos coros. El 15 de marzo sopló velas: 75 años. Fue un cumpleaños amargo: la actualidad internacional ya era entonces nacional y local, y millones de españoles permanecían encerrados en sus casas. Las felicitaciones fueron a través de videollamadas. ¿Tenía miedo? “Había sufrido un infarto hace 20 años. Salió fuerte, no pensaba en ello. Esos días estaba muy preocupado. Dos de sus tres hijos son sanitarios y su nuera… Pero estábamos en contacto diario”, cuenta su hijo Iván. El 31 de marzo, Bernardo Carabaño tosió. Sintió un ligero dolor de cabeza y hacia el final del día tuvo febrícula, así que telefoneó a su hijo médico.

A principios de febrero, la alcaldesa de Tomelloso se recuperaba tras una semana en el hospital por un parto con cesárea. Tenía un pleno importante el 15 de marzo, en el que debía aprobar una modificación de plantilla y planes de obras, El lunes 9, sin embargo, sonó su teléfono: “Inmaculada, tenemos un caso de un vecino con covid-19”. Esa misma mañana, con la ciudad patas arriba, el director de Salud Pública de Castilla-La Mancha, Juan Camacho, anunció que en Tomelloso había un foco especialmente virulento. No era un caso, eran varios. “Me entero por la televisión. Y empieza una pesadilla”, recuerda Inmaculada Jiménez. El miércoles 11 clausuró la ciudad. “Lo precintamos todo”, dice. “Nadie te enseña a cerrar tu ciudad. Veíamos lo que se hacía en Italia, sentíamos que teníamos que actuar ya”. Pero el reguero de muerte ya se había puesto en marcha.

El hospital tuvo que triplicar su capacidad con donaciones de camas de vecinos y del Ayuntamiento; el ala de Maternidad en el que la alcaldesa había dado a luz acogía ahora a enfermos, muchos de los cuales fallecían. Llegó a haber 11 entierros diarios; un periodista de la agencia internacional AFP, Laurence Boutreux, escribió una pieza que se publicó en diarios de medio mundo: “En la tierra del Quijote, el coronavirus se ensaña con un pueblo”, dando cuenta de entierros como el de Jesús, de 80 años, “inhumado sin flores ni familia. Solo el cura y tres empleados fúnebres rodeaban el ataúd para una rápida bendición”. La alcaldesa reaccionó: “La transparencia exige valentía, y yo publico los datos del cementerio municipal. No tengo otros. El cementerio tiene su propio libro donde el facultativo escribe la causa de la defunción como ‘covid’ o ‘posible covid’, porque hay mucha gente que ha fallecido sin que se le hiciese un test. Y esos datos son los que doy, los confirmados y los que no: cifras muy elevadas que provocan a nuestro alrededor el catastrofismo y el amarillismo. Pretendiendo estigmatizar a una ciudad, con ese sobrenombre de Wuhan de La Mancha; ya me gustaría a mí saber cuántos Wuhanes habría si diesen todos las cifras de sus cementerios”.

- “No sé en qué día vivo”.

En febrero aún había una perspectiva de legislatura en España. Se llevaban temas a los Consejos de Ministros. Cada departamento manejaba su agenda. Dos meses después, la ministra de Defensa no sabe en qué día vive. “No sé qué día de la semana es, no te lo puedo decir”, comenta Robles. “Vamos todos los días a La Moncloa las cuatro autoridades decretadas por el estado de alarma. Todos, no hay un corte en ningún momento, no hay noción de fin de semana. Me están recordando ahora que mañana hay Consejo de Ministros, así que sé que es jueves”. Tras el runrún de las semanas anteriores que acabó explotando políticamente el domingo 8 de marzo con la manifestación feminista, a la que no acudió, Robles recibió una llamada el viernes 13: el Gobierno iba a declarar el estado de alarma, el Ejército se movilizaría y la ministra de Defensa sería una de las autoridades que gobernaría España durante ese tiempo. “Esa tarde reuní al secretario de Estado y a los mandos militares y se dio forma a la Operación Balmis”, dice. “Los mandos han hecho un planeamiento riguroso y rapidísimo, están volcados y solo les puedo dar las gracias”. El miércoles 22 de abril, Robles clausuró la morgue del Palacio de Hielo de Madrid con un discurso que levantó un aplauso unánime. “Lloro muchas veces al llegar a casa”, dice.

La sanidad madrileña empezó a convulsionar en la primera semana de marzo. “La situación explota con pacientes ya ingresados. Nosotros tuvimos los quirófanos trabajando con normalidad hasta el 12”, dice Oliart, la cirujana del Hospital Cruz Roja. Los hospitales comenzaban a recibir llamadas de pacientes con cita para operarse que preferían retrasarlo. “Había mucho movimiento, mucha agitación, y en las operaciones menos urgentes la propia gente te llamaba para decirte, oye, mejor no”, cuenta Oliart. Los hospitales, con plantas todavía sin cerrar y sin las medidas de seguridad adecuadas, eran el lugar en el que uno podía sanarse de su enfermedad y contagiarse del virus. El infierno para el personal sanitario, sin medios, y el más afectado del mundo, con 36.000 infectados y cerca de 40 fallecidos. Uno de los últimos, el médico de la UVI móvil de Tomelloso, José Manuel Iriarte, de 63 años. “En la primera semana de marzo ya llamé a todos los pacientes de consulta mayores de 65 para decirles que, si no era algo urgente, no viniesen”, relata Oliart. Tres quirúrgicos, entre ellos Oliart, se fueron el día 15 a las plantas de Medicina “a aprender”. “Si iba cayendo nuestra gente, teníamos que saber al menos lo que teníamos que hacer”, dice. Una semana más tarde, efectivamente, se empezaron a pedir refuerzos y Oliart y sus compañeros empezaron a trabajar con pacientes de coronavirus. “Al principio hubo una enorme percepción de catástrofe, los pacientes muy solos, muy perdidos. Y con cierta sensación de apestados, que eso ha ido ya cambiando. Y nosotros también hemos aprendido mucho”. En el Cruz Roja se pasó de tener unas 30 camas con infectados a 180. En un hospital de 190 camas.

- Desmenuzar el virus.

El mundo trata de contener el virus mediante confinamientos que impidan su transmisión y, también, es liberado y animado en los laboratorios para saber cómo neutralizarlo. El virólogo Javier Jaimes trabaja contra reloj en Nueva York. “Hacemos experimentos que no implican ningún componente vivo. Usamos porciones del virus, proteínas, componentes de su material genético, pero no el virus completo ni nada que implique interacción con un organismo vivo. Después hacemos lo que llamamos experimentos ex vivo. Son experimentos sobre un sistema que es vivo pero no es un organismo como tal: células que tenemos en laboratorio, que se consiguen comercialmente o que nosotros hemos cultivado. Y con esas células, hacemos experimentos. Tenemos una plataforma que nos permite crear un pseudovirus, un virus sintético que no tiene capacidad de infección pero que permite emular el proceso de ingreso en la célula. Todo eso lo hacemos antes de llegar al virus, y luego, cuando llegamos al virus, hacemos de nuevo experimentos ex vivo en cultivos celulares, en células de laboratorio, evaluando los resultados que ya obtuvimos previamente con los métodos anteriores, mientras estábamos con el virus del trabajo final”.

¿Cómo será el mundo? “Espero que al mundo que conocíamos no volvamos. Que hagamos las cosas diferentes. ¿Nos toca esperar a que la vacuna llegue? Creo más en una opción de tratamiento; si lo tenemos, las condiciones van a cambiar, porque ya habrá un control de los casos positivos. Eso implica tener también un mecanismo de diagnóstico eficiente. Soy optimista: quizá en otoño haya un tratamiento eficiente”, afirma Jaimes. “Las normas sociales”, dice el epidemiólogo Jaime Sepúlveda desde San Francisco, “ya han cambiado para siempre. En cuanto haya una vacuna podremos retomar paulatinamente algunos —pero no todos— de los hábitos que teníamos. Vamos a viajar menos, a usar menos el automóvil, a trabajar más desde casa. Para el planeta va a ser un alivio”.

El viernes 3 de abril, cuatro días después de empezar con ligeros síntomas, Bernardo Carabaño le dijo a su mujer que se iba con su hijo Iván al hospital. Físicamente estaba bien; anímicamente “amedrentado”. Ya en el centro sanitario, empeoró. “Esta enfermedad es como si un camión te atropella poco a poco”, dice Iván. El lunes 6, su hijo pudo visitarlo tres horas. Había mejorado un poco, respiraba mejor e Iván se fue tranquilo. A la hora y media lo llamaron para decirle que había empeorado “brutalmente”, que desestimaban meterlo en la UCI y que lo sedaban. Falleció el sábado 11. El entierro fue el martes 14 en Villafranca de los Caballeros, su pueblo. Fueron sus tres hijos mientras la viuda se quedó en el piso de Leganés. Los hijos siguieron al coche fúnebre hasta que llegó a la puerta del cementerio; allí los trabajadores municipales sacaron el féretro y lo metieron en el camposanto mientras los hijos se quedaron en la verja. “Nos quedamos mirando la progresión del cortejo por el cementerio hasta que lo perdimos de vista. No pudimos hacer otra cosa que mirar una verja. El dolor y la impotencia eran insoportables”, dice. “La perplejidad de miles de viudas, y digo viudas porque mueren muchos más hombres, está siendo absoluta. No se digiere el luto. Para mi madre, mi padre desapareció. Salió un día de casa por su propio pie y no lo volvió a ver, ni lo enterró, ni nada. Desapareció. Un día estaba en casa y al siguiente no estaba, y en eso está consistiendo la pandemia: que la gente desaparece de nuestra vista sin más”.

(Manuel Jabois, El País)